"¿Para qué nos recogéis, para volvernos a echar a la calle?" per Helena López
Mohamed, nombre ficticio, explica
su expulsión de un centro de menores al alcanzar la mayoría de edad
El joven, que había mediado para
evitar la expulsión de compañeros, ha encontrado refugio en una casa okupada
Pocas noches antes había discutido
con los educadores. Quería evitar que echaran a dos de sus compañeros. De
madrugada, cuando todos duermen, para que el resto no se rebele y diga que o
todos o ninguno. Lo que aquella noche no imaginaba Mohamed, quien por supuesto
no se llama Mohamed, pero cuya historia es la de cientos de Mohameds, era que
el próximo en escuchar las seis fatídicas palabras "lo sentimos mucho,
tienes que irte" sería él. Él, que en los meses que estuvo en el centro de
emergencia, nunca llegó a ser trasladado a un CRAE, había mediado siempre en
las peleas. Él, que había mostrado con creces su buena actitud y sus ganas de
estudiar, apuntándose a todos los cursos que pudo. Dejó el colegio a los nueve
años, aunque por su educación exquisita nadie lo diría, y tenía sed de
aprender.
Una de las principales diferencias
entre un adolescente que vive en un centro de menores y uno que no es que al
primero cumplir los 18 no le causa alegría, sino ansiedad. Una ansiedad más que
comprensible si alcanzar la mayoría de edad supone quedarse en la calle,
sensación que estos chavales conocen bien. Ese fue el caso de Mohamed, de 18
años y medio, quien no solo dejó el colegio sino su casa, a su familia, antes
de sumar los dedos de las dos manos.
Cocinero desde los 10
Pese a haber emprendido la
aventura hace tantos años, Mohamed llegó a Europa el verano pasado. Antes,
vivió siete años solo en Castillejos, al norte de Marruecos, muy cerca de
Ceuta, donde trabajó de cocinero, panadero y pastelero, algo habitual en este
enclave, en el que son pocos los niños que se buscan la vida antes de saltar a
Europa, su objetivo. Les llaman jarragas.
Ese salto, a los 17, tampoco fue
sencillo. Lo intentó en patera siete veces. Siete. Cada intento, una historia
para olvidar. En uno de ellos, el motor se calentó y explotó. A los que
saltaron para evitar las llamas jamás les encontraron. En otro, se perdieron en
alta mar.
A la séptima llegó a Algeciras
donde le hicieron la prueba de edad y al comprobar que era menor le mandaron a
La Línea. De allí a Sevilla. De allí a Puerto Real y El Bosque, en Cádiz, donde
pasó siete meses, hasta que se escapó. "Quería estar contra más lejos de
Marruecos, mejor", explica. Pasó dos días en la calle, en Arc de Triomf,
hasta que le encontró un paisano y le acompañó a la comisaría de la plaza de
España, donde pasó dos días. "Aquí la gente se porta bien con los menores.
Me dieron comida y me llevaron a un centro", narra. Le faltaban tres meses
y 20 días para cumplir los 18. Recuerda con precisión su particular cuenta
atrás.
Llegó al centro y le dijeron que
no se preocupara por nada. Que le ayudarían. Cumplió los 18 y le dieron una
primera (y última) prórroga de tres meses para gestionar los papeles. Para que
pudiera tramitar, al menos, su pasaporte marroquí. El tiempo fue más rápido que
la administración. Terminó la corta prórroga y aún no tenía pasaporte. Le
echaron igual. "Te echan sin nada... ¿dónde vas?", denuncia. "Y,
de los cursos no nos expulsan -reflexiona-, pero si pierdes toda estabilidad,
no tienes dónde comer ni dormir, ¿cómo van a seguir estudiando?".
Ayuda clandestina
Antes de marcharse, un educador le
dio a escondidas un papel con su número de teléfono junto a un
"llámame". A Mohamed le dio vergüenza y no lo hizo, pero a veces el
azar es caprichoso y se volvieron a encontrar. Por la calle. Le dio otra vez el
número y quedaron a las nueve en "el gato ese grande del Raval". Esta
vez venció a la vergüenza. La cita fue en un espacio okupado en el que terminó
viviendo junto a otros tres chicos en su misma situación. "Aquí no hay
solo gente mala, racista; también hay gente buena. Si pides comida, te dan
comida. Yo me presento a la gente por la calle y les digo 'no quiero dinero,
puedes comprarme un bocata, por favor, y el 90% no dicen no'", asegura.
Explica su caso "para evitar
que otros chicos pasen por lo mismo". A sus ojos, para resolver la
situación el primer paso sería que los educadores, al fin y al cabo los que
ejecutan las expulsiones, se rebelaran. "¿Tu corazón qué opina, de esto?
¿Para qué nos recogéis, para volvernos a echar a la calle?", le preguntó a
su educador la noche de su expulsión mirándole a los ojos, que respondieron por
él.
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