Tenemos derecho a jugar per Guillermo Abril
Zakaria y Hamza, de siete y seis
años, viven en Amán. Son refugiados sirios. La de su familia ha sido una vida
de ida y vuelta entre los dos países por culpa de la guerra y la pobreza. Para
sus padres solo cuenta una cosa: que disfruten de la infancia que ellos no
tuvieron.
Conéctate
EL DÍA COMIENZA con la ciudad de
Amán a oscuras, cuando la llamada al rezo reverbera como el viento por las
colinas. El padre entra en la habitación de los hijos, enciende la luz y les
toca una pierna, y les dice buenos días, y los bultos se mueven bajo las
mantas. Los dos hermanos se desperezan, se ponen en pie y hacen la cama. Saltan
al suelo y pisan con sus pies desnudos sobre la moqueta de color rosa con
dibujos de Angry Birds. En el baño, ante la luz verdosa del fluorescente, abren
el grifo y comienzan las abluciones. Zakaria, que es el mayor y tiene siete
años, lava sus manos, luego la boca, la nariz, los brazos, la cara, el pelo,
las orejas. Después frota con agua el pie derecho y a continuación el
izquierdo. Hamza, de seis, repite el ritual, y el padre los observa. Luego van
al salón y los tres miran la esquina donde confluyen el sofá y las cortinas. El
padre permite a Zakaria empezar la oración y su letanía se mezcla con el
zumbido de los primeros coches, con una bandada de palomas que alza el vuelo,
con el tictac del reloj. Se postran e inclinan la cabeza hasta la alfombra.
Luego se oye el lloro de un bebé: es Shams, la menor de los tres hermanos, que
acaba de despertarse.
Tras el rezo, Zakaria coge un
dátil del plato y lo engulle de golpe. Es nervioso, de ojos vivos y expresivos.
Lleva el pelo afeitado hasta la mitad del cráneo y coronado por una mata
castaña muy repeinada. Hamza es casi igual, algo más retraído. Aparece la bebé
Shams y también la madre, una mujer menuda oculta bajo una túnica negra y un
niqab que solo permite ver la franja de sus ojos. El atuendo contrasta con sus
zapatillas de casa: dos infantiles bolas de pelo blancas, con ojos y bigotes.
Son poco más de las seis de la mañana y los niños regresan a la cama. Les dejan
dormir algo más antes de empezar la jornada.
Zakaria nació en Alepo (Siria) en
2012. Pero el dato resulta casi un accidente biográfico porque, aunque sus
padres son sirios, ya vivían en Jordania. Un año antes, en 2011, comenzó la
guerra que ha devastado el país y aún continúa. Los padres, Mohamed y Hanan, se
casaron ese mismo año. Fue un matrimonio arreglado. Ellos no se conocían. El
padre tenía 26 años. La madre, 15. Ambos dejaron de estudiar a los 12. Y él
narra una infancia truncada en la que su familia se vio obligada a migrar a
Jordania. Eran los noventa. La guerra del Golfo se sumaba a viejos conflictos.
Recuerda su primer empleo: tenía nueve años y vendía en la calle los bolsos que
fabricaba su padre. Poco después regresaron a Siria y su progenitor le pidió
que dejara de estudiar para ayudar a la familia. Aún le culpa por esa decisión.
“No tuve infancia”, dice. “Me negaron el derecho de ser un niño”. Y no quiere
que la historia se repita con sus hijos.
Ya convertido en adulto, prosigue,
viajó de nuevo a Jordania. Consiguió un empleo como sastre. Montó su propio
taller de tapicería. Prosperó. Se casó. La familia se estableció en Amán.
Nacieron sus hijos. Pero la guerra ya había comenzado a hacer estragos en
Siria. Llegaban miles de compatriotas refugiados. A ellos parecía irles bien y,
al principio, la familia rechazó inscribirse en el registro de la Agencia de la
ONU para los Refugiados (ACNUR). Su situación era distinta, se decían. Pero
dejó de serlo: empezó a escasear el trabajo y el dinero, y crecían las deudas y
les resultaba imposible regresar a su país. Hoy viven de cupones de comida y
forman parte de la gigantesca cifra oficial de refugiados sirios.
Jordania es el segundo país del
mundo con mayor número de refugiados per capita (tras Líbano). Tres de sus 10
millones de habitantes son extranjeros; 1,3 millones de ellos son sirios (más
de 600.000 registrados por ACNUR). Y la mitad de ellos, niños. Uno se imagina
que estos refugiados habitan en inmensos campos precarios en el desierto. Pero
la mayoría malviven en barriadas desparramadas por las colinas más deprimidas
de Amán. Y su situación se percibe en detalles sutiles. En la nevera vacía. En
los desconchones de las paredes. En la última joya de oro, que vendieron para
pagar el alquiler. En el único cuadro del salón, un paisaje nevado colgado como
un sueño inalcanzable. O en la canasta que el padre taladró en el recibidor
para jugar con sus hijos y recuperar con ellos la infancia que él no tuvo.
Los niños no saben explicar bien
sus raíces. Tienen claro que sus padres son sirios y que ellos, de algún modo,
también lo son.
—¿Sabes qué sucede en ese país?
—No, ¿qué pasa en Siria?
Pero sí saben que allí viven sus
abuelos. “No los hemos conocido en persona. Pero les visitamos con el móvil”,
dice Zakaria. “Mi abuelo trabajaba con juguetes, pero ya no porque está herido.
Hubo una lucha y le dispararon en la pierna, y la bala le atravesó la piel y le
llegó al hueso”. Se lo escuchó a sus padres, dice. El progenitor aclara que le
alcanzó una bala perdida. Y que prefiere no contarles demasiado. A esta edad
tienen que centrarse en los estudios. La educación se ha convertido en una
obsesión en la familia. “No nos importa nuestra vida”, dicen los padres. “Solo
su futuro”.
Tras el ligero sueño después del
rezo, los niños vuelven a amanecer y a las 7.30 les pasa a recoger un autobús
escolar. La furgoneta los lleva a la colina de enfrente, a un centro educativo
llamado Makani (“mi espacio” en árabe) gestionado por Unicef y financiado por
la Unión Europea. El edificio vierte hacia un cementerio abandonado. Se
encuentra en el barrio de Jabal al Natheef, “una zona de miseria extrema”,
explica Rand Altaher, oficial de protección social de Unicef y responsable del
programa en los espacios Makani (hay 150 centros repartidos por el país). El
barrio es un laberinto caótico de callejuelas y edificios. En él se
establecieron refugiados palestinos en 1948. El asentamiento provisional se
volvió crónico y llegaron más refugiados. Su trazado parece resumir la historia
reciente de la región.
En el centro, abierto en 2015, hay
niños sirios, sudaneses, egipcios, jordanos (la mayoría de origen palestino) y
de la etnia dom. Algunos asisten al turno de mañana y otros al de tarde porque,
desde el gran éxodo sirio, las autoridades jordanas se vieron obligadas a
duplicar los turnos en los colegios. Zakaria y Hamza van a la escuela jordana por
la tarde. Pero los padres los han apuntado por la mañana a este centro donde
juegan y aprenden y tratan de transmitirles “recursos para la vida”. Esta
mañana, Zakaria tiene inglés y la profesora sostiene un mono de peluche.
Mientras le toca cada una de las extremidades, repite: “One, two, three, four,
five”. Zakaria es diminuto en comparación con el resto. Tiene un carácter
fuerte. Sus padres cuentan que de pequeño llegaba a desmayarse de rabia. Cuando
lo apuntaron al colegio, se peleaba a menudo. Ellos lo achacan a que había
pasado aislado sus primeros años. Sin salir de casa. Sin jugar con otros niños.
Hoy está mejor. “El año pasado fue el primero de su clase”, dicen los padres. Y
ahora Zakaria sueña con convertirse en ingeniero cuando sea mayor, “para construir
casas”.
La jornada en el centro termina a
las diez de la mañana, que en esta ciudad parece casi mediodía, y en el autobús
un chico llamado Mustafá se sienta detrás de Zakaria y le golpea. Él se protege
con carácter, no devuelve los golpes, pero enseña los dientes y muestra el
agujero de las dos paletas que se le cayeron hace poco. En casa no hay tiempo
para mucho. Los hermanos comen un bocadillo. Hacen los deberes. Se visten con
el uniforme azul del colegio jordano. Y, si pueden, antes de ir a clase juegan
al baloncesto con el padre. Luego, Zakaria y Hamza se dan la mano y caminan
solos hasta la escuela por calles llenas de mugre y coches que pitan. Terminan
a las cuatro de la tarde, ya casi de noche, cuando las sombras se alargan y una
luz de oro se posa sobre las azoteas. A veces se dejan caer por el taller de su
padre, donde confecciona bolsos y mochilas que ya no logra vender. Cenan los
cinco juntos, sobre la alfombra del salón, sin mesa. Y poco antes de acostarse,
en la oscuridad, sobrevuela de nuevo la llamada a la oración por las colinas.
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