Los efectos en tus hijos del ‘rincón de pensar’ y otros castigos per Olga Carmona
Aislar e ignorar física y afectivamente al
niño sólo logran que obedezca por miedo
Una madre encadena a una farola a su hija
de ocho años por faltar a clase, era el titular de la noticia publicada en este
medio hace unos días. Estoy convencida de que la mayoría de los padres y madres
que la leyeron pensaron que era una barbaridad. Sin embargo, y conviniendo con
todos en que efectivamente lo es, yo quiero hoy hablar de otras formas de
maltrato infantil cotidianas, normalizadas, asumidas por la mayoría de los que
educan y que llamamos eufemísticamente castigo.
La forma en que castigamos a nuestros niños
ha evolucionado en los últimos años, en los que el castigo físico es cada vez
menor y peor visto, porque además es ilegal. Sin embargo, han aparecido formas
aparentemente más benignas, como la famosa y generalizada “silla o rincón de
pensar”. Este engendro gestado y parido por el conductismo más mohoso y
maquillado no es otra cosa que el famoso tiempo fuera (time out) disfrazado de
moraleja reflexiva. De todos los que somos padres o educadores es sabida la
capacidad de reflexión que tiene un niño de tres o cuatro años sobre un suceso
o una conducta inadecuada. Hagan el experimento y pregunten a un niño qué ha
estado pensando después de estar un rato sentado en la silla de “pensar” y sin
riesgo a equivocarme la mayoría le dirá que solo a que pasara el tiempo y le
dejaran continuar su vida.
Eso, en el mejor de los casos, porque la
silla de pensar es la silla del resentimiento y la confusión. Es una técnica
punitiva, se trata de una expulsión o aislamiento del niño sin dotarle de
ningún tipo de herramienta para que aprenda a gestionar el conflicto. Un niño
no sabe pensar si no es guiado y acompañado con un adulto y desde luego, nadie
puede pensar inundado de ira o de frustración. Aislar e ignorar física y
afectivamente a un niño no educa. Por el contrario, contenerle, ayudarle a
calmarse (respiración, frasco de la calma, un cojín preferido, un abrazo si se
deja, unas cuantas carreras…), para después guiarle hacia una reflexión sobre
lo ocurrido y tratar conjuntamente de encontrar una mejor manera de hacer las
cosas, sí educa. Porque no se trata solo de decirle lo que no es correcto, sino
de mostrarle caminos alternativos al mal comportamiento. Incluso pueden
utilizarse recursos como teatralizar la situación con las nuevas estrategias
para que “ensaye” su puesta en marcha, o darle al botón imaginario del
retroceso para tener la oportunidad de esta vez, hacerlo bien. Ellos necesitan
saber cómo y es nuestra responsabilidad ayudarles. No expulsarles.
Nos han entrenado durante generaciones para
pensar que el castigo, adecuadamente suministrado, es educativo. Y no lo hemos
cuestionado. Desde la ciencia conductista que experimenta con perros y ratas de
laboratorio, nos dijeron que el castigo modifica la conducta. Y es verdad. Al
menos, en el caso de las ratas y los perros. La cuestión es que modificar la
conducta no es educar, es adiestrar. Es hacer que el otro haga lo que es
presuntamente correcto por miedo y por sumisión porque estoy ejerciendo una
acción punitiva sobre él.
Hemos normalizado grandes dosis de
violencia contra los niños en nombre de su educación, en el peligroso “por su
bien”. Forma parte de la cotidianidad de los hogares la amenaza, la violencia
verbal, el silencio, el chantaje, la sumisión. Hablo de una sociedad que
entiende la educación y la crianza de forma vertical donde yo adulto, tengo la
prerrogativa de administrar la dosis de respeto y dignidad hacia ti que por ser
menor y/o saber menos que yo, estás por debajo. Hablo de una sociedad
profundamente adultocentrista y violenta en su forma de vincularse y ejercer el
poder. Hablo de miles de generaciones que han transmitido todo esto como la
sangre que nos corre por las venas sin cuestionamiento alguno, porque
cuestionar eso era cuestionar a quien lo ejerció sobre nosotros.
Las consecuencias del castigo
Pero además de que el castigo, en
cualquiera de sus variantes, atenta contra la dignidad de quien lo recibe,
intoxica el vínculo padre-hijo, produce resentimiento, anula el criterio,
genera indefensión, conductas evitativas, y violencia, fragiliza una autoestima
en construcción, genera ansiedad y miedo, y perpetúa el modelo anacrónico, simplista
e ineficaz de educación, que ya no defenderían ni los conductistas más
radicales. Se trata de un modelo aprendizaje que corresponde al siglo pasado y
experimentado inicialmente con animales, para generalizarlo después al
comportamiento humano. El castigo modifica la conducta, es efectista y nos
encanta porque crea el espejismo de que hemos sido capaces de corregir aquello
que el niño ha hecho mal, víctimas de la inmediatez de todo lo que hoy nos
ocupa. Educar es una carrera de fondo, que consiste básicamente en sembrar la
motivación intrínseca en el propio niño para hacer lo que ha de hacerse. Con
los castigos no se interioriza el aprendizaje a largo plazo, los niños solo
obedecen por miedo y se dejan fuera las variables emocionales y cognitivas, que
son básicamente el barro del que estamos hechos.
Se trata de construir cimientos sólidos
desde dentro, no convertir a nuestros hijos en marionetas manejadas por la
aprobación o desaprobación del entorno, siendo capaces de estimular el criterio
propio y el sentido de la dignidad. Se trata de romper un círculo vicioso
transmitido por generaciones donde hemos creído que para educar es necesario
violentar, coartar, rescindir, amenazar, mientras que simultáneamente les
ahorramos por sobreprotección la posibilidad de experimentar las consecuencias
del error, construyendo sin querer una sociedad individualista, poco empática
que nunca se pregunta el porqué de una mala conducta y solo tiende a
eliminarla. Si educamos en el resentimiento obtendremos adultos con deseos de
venganza que la ejercerán en cuanto se les brinde el poder para ello: como
padres, como jefes, como vecinos, como individuos en definitiva que se
relacionan con ese oscuro lugar.
La pregunta obvia entonces es que si no
disponemos de esta herramienta tan socorrida para combatir el mal
comportamiento, ¿cómo lo hacemos? Yo abogo por un modelo educativo basado en la
prevención y en la comunicación emocional. Un modelo donde, por supuesto, hay
límites razonados y donde no evito que el niño sienta las consecuencias
naturales de un mal comportamiento. Son estas las que nos servirán de vehículo
para la reflexión, acompañada y el aprendizaje a través de la experiencia,
único aprendizaje verdadero que conduce al crecimiento sano y a la madurez. Un
modelo que pone más luz en lo que se hace bien que en el error, un modelo donde
dicho error es un recurso genuino y valioso para el aprendizaje, no algo a
combatir.
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