La madre delincuente por Pilar Rahola
Ciertamente, el fiestón del 68 hizo mucho daño a algunos. "Paren el mundo, que me bajo", decían. Y lo que se bajó fue el sentido común
Aseguraron los expertos, reunidos por Roberto Arce en el programa 360 grados de Antena 3, que la sentencia estaba ajustada a ley y que el problema no era judicial sino legislativo. Es decir, que quienes habían creado la aberrante situación que está padeciendo esta familia no eran los que habían condenado a la madre a 45 días de prisión y más de un año de alejamiento de su hijo, sino quienes habían hecho las leyes que imponían dicho castigo. A pesar de que Javier Nart, presente en el debate, aseguró que la juez podía haber encontrado algún recurso legal para evitar el disparate, lo cierto es que el margen no era muy amplio.
Y así, por arte y oficio de la última modificación legal que convirtió el histórico cachete familiar en una cuestión de maltrato infantil y lo elevó a la categoría de castigo penal, esta madre de Pozo Alcón tendrá que sufrir la situación más surrealista de su vida. Estos son los hechos. Hace dos años, María Dolores intentaba lidiar con un rebelde hijo de 10 años que se negaba sistemáticamente a hacer los deberes. La madre, que ya había pedido ayuda a la escuela diversas veces, le exigió que acabara, el niño le tiró una zapatilla, situación de tensión imaginable y finalmente un cachete dado con mala puntería que hizo sangrar al niño por la nariz. Nunca había existido ningún maltrato; los padres, que son sordomudos, se desviven por sus hijos según lo avalan todos los testigos, desde los vecinos hasta los maestros de la escuela, y la propia juez María Fernanda Pérez reconoce que no se da, en ninguna circunstancia, una situación de maltrato. Sin embargo, gracias a la sentencia, emitida dos años después, esta familia se ve en una situación delirante: ella tendrá que abandonar el domicilio conyugal y alejarse, durante más de un año, de su familia; el padre, que trabaja de albañil a 170 km de su casa, no podrá cuidar ni a los dos hijos de la pareja, ni a la abuela, enferma de alzheimer; y la madre aún no sabe dónde vivirá, porque la única posibilidad, la casa de su hermana, no cumple los 500 metros de alejamiento.
Y así, fruto de una sentencia alucinante que intenta cumplir una ley más alucinante aún, esta familia vive un trágico despropósito porque un día el niño se puso más revoltoso de la cuenta y la madre perdió los nervios.
Comotantos otras millones de madres en el mundo, que aman a sus hijos, los protegen, los cuidanyalguna vez les han dado un sopapo. El despropósito es tan monumental, que ahora tenemos una sentencia que, intentando proteger al menor, se ha convertido en la principal fuente de maltrato. Mal mayor, pues, intentando corregir un mal menor. Por supuesto, el niño no entiende nada, se siente culpable y encima está tan aterrorizado como el resto de la familia, por la situación. La pregunta es bien simple, aunque resulta dramática: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
Porque lo que tenemos ahora no es una ley que lucha contra el maltrato, sino una ley que criminaliza, hasta el delirio, amiles de progenitores que, siendo magníficos padres, pueden levantar la mano alguna vez. Es decir, confunde los planos, mezcla la terrible lacra del maltrato infantil con la educación histórica de muchos de nuestros padres, que bien pudieron acompañar muchos besos con alguna colleja, y judicializa el comedor de casa como si fuera un espacio bajo sospecha.
Es evidente que un bofetón nunca es una solución, y también es evidente que hay que hacer pedagogía al respecto, pero hay un abismo entre cambiar el paradigma educativo histórico de las familias y convertir a una masa ingente de padres en posibles delincuentes. Es el abismo entre una ley y una insensatez.
Preguntaba cómo habíamos llegado hasta aquí. Por el camino del estropicio buenista, ese que también nos decora las comisarías con la técnica del feng shui, para que los delincuentes tengan paz y armonía, o que considera que los maestros son coleguillas de buen rollo. Y es que tenemos una progresía con una notable empanada mental, incapaz de discernir entre el deleznable autoritarismo y la necesaria autoridad.
Ciertamente, el fiestón del 68 hizo mucho daño a algunos. "Paren el mundo, que me bajo", decían. Y lo que se bajó fue el sentido común
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