Los relatos ejercen una atracción transformadora

Tanto niños como adultos sentimos fascinación por los relatos. Durante la infancia, nos rendimos a las historias que los mayores nos cuentan, pero poco a poco vamos distanciándonos de ellos para acabar siendo nosotros mismos generadores de relatos que, inevitablemente, tendrán a su vez efecto sobre otros y, principalmente, sobre nuestra propia forma de afrontar las situaciones. De lo satisfechos que estemos de los relatos que nos hagamos de nosotros mismos y de las reacciones que ejercen éstos sobre las personas con las que nos relacionamos, dependerá nuestra autoestima, que es en sí un hecho social, pues exige de la participación de actores y espectadores.

Los relatos, pues, a los que estamos expuestos, ya sean simples o con fuerte carga emocional, ejercen una atracción transformadora que configura la percepción que tenemos de la realidad. A partir de esa determinada y particular forma de explicarnos lo que pasa, construimos la imagen que tenemos de nosotros, siendo esta reacción „que para nada es natural, sino social„ la que definirá nuestra forma de mirar el futuro.
En tiempos convulsos como los actuales, y a rebufo de las decisiones tomadas en nuestro nombre pero sin nuestra participación, viene a colación sacar a escena la importancia de los relatos, instrumento social que utilizamos para construir la realidad y al que podemos atribuir altas dosis de violencia, pues se dan por inexcusables, consecuencias que afectan a muchos excluyendo a otros; que podríamos tildar de amorales, pues justifican hechos y circunstancias que, en otras condiciones, cualquier grupo humano rechazaría. 

Es en este caso, un relato perversamente fascinador, intencionadamente dirigido hacia la emocionalidad, un relato que trastoca la percepción de la realidad, entorpece el adecuado desarrollo moral que tanto juzgamos „principalmente en adolescentes„ y más aún imposibilita la capacidad de la persona para interrumpir ese círculo vicioso si el núcleo en el que se desarrollan, familia, contexto escolar y comunitario, está a su vez azotado por lo que el discurso general tilda de inevitable. 

De la peculiaridad de estas respuestas dependen reacciones como la vergüenza, asociada a respuestas agresivas: la compasión hacia uno mismo, el miedo, la desconfianza; respuestas, por otra parte, previsibles en entornos negativos y desesperanzadores que invitan al inmovilismo y al fatalismo. Si a esto le añadimos la vulnerabilidad propia de la adolescencia, no puede sorprendernos que la imagen que de ellos mismos perciben sea altamente tóxica, al verse privados de la consideración y del derecho a la realización personal que deriva en sentimientos de vergüenza que explican sus respuestas desafiantes.


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