Capítulo 3

Estaba cansado de ir de un lado para otro, de un centro a otro; cansado de vivir con personas que no eran su familia, por muchas horas al día que compartiera con ellas. Echaba de menos a sus padres y, aunque con ellos no había tenido una vida ejemplar, al menos los tenía cerca. Y a sus hermanos también. Ahora, en cambio, sólo se reunían los siete una vez al mes, y tan solo durante una hora. Sesenta minutos para que hablaran siete personas entre ellas, lo que da una media de ocho minutos y medio por persona. ¿Qué le dices a un padre en ocho minutos cuando hace un mes que no le ves? Pero así tenía que ser. Se reunían todos en una sala del DGAIA, en la que tenían que pasar por máquinas detectores de metales. Como si fueran delincuentes. 

Desde aquel fatídico día en que un policía llamó a golpes a la puerta de la fábrica en la que vivía, su vida se había convertido en un ir y venir a sitios que nunca serían su hogar, por muy bien que lo educaran. Echaba de menos tener algo que fuera su casa, y no la de otra docena de chicos como él. Estaba cansado de las normas, de no poder tener ni siquiera un móvil y, en general, nada de intimidad. Harto de los horarios, de los buenos consejos, de habitaciones compartidas. Harto de todo lo que había vivido y triste pensando en lo que aún le quedaba por vivir. Tenía entonces 17 años y hasta los 18 seguiría igual: en centros. Era poco lo que le quedaba, pero después de ocho años viviendo así, llegó el día en que sintió que ya no podía esperar más. Ni siquiera un maldito año. Así que un día, estando en el centro de Igualada, cogió sus cosas y se fugó. 

Se fue a Vic, que era el lugar donde tenía a todos aquellos que quería conservar. Allí estaban sus padres, su novia, con la que empezó a salir cuando estuvo en el Centro Residencial de Osona, y su mejor amigo, con el que compartió habitación en el centro. Vic era el lugar perfecto para él. Por primera vez se imaginó viviendo una vida como la de cualquier otro chico. Y la vivió. Se instaló con sus padres en el piso que éstos tenían alquilado, veía a Ester, su novia, todos los días. Salía con 

Ivan, su mejor amigo, que por aquel entonces ya había salido del centro.

Pero como siempre ocurre, la realidad venció al sueño. Y la realidad le recordó que no era más que un menor fugado de un centro. Al mes de estar en Vic, los Mossos de Esquadra lo vieron, lo identificaron y de ahí, al EAIA. Pero esta vez fue la última. Los del EAIA, conscientes de que si lo enviaban a un centro volvería a fugarse, le dieron otra opción que para él fue muy atractiva. Si encontraba trabajo, podía irse a vivir con Ester, su novia, y los padres de ella. Ellos tendrían la guarda del menor, y no sus padres. De esa manera seguiría estando en Vic, con los suyos, aunque no viviera con su verdadera familia.

“Fue genial. Encontré trabajo en seguida y me fui a vivir con mi novia y con mis suegros; hasta ahora”.

Y en Vic empezó, con los suyos, una nueva vida. Una vida llena de recuerdos de todo lo que vivió en los cuatro años que estuvo en el Centro Residencial de Osona.


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