Capítulo 8

María sólo estuvo de paso en el centro de Vic. Estuvo allí 15 días, tiempo en que los del EAIA estudiaron el caso y decidieron, al final, llevarla a un centro de Barcelona. María es de las pocas chicas que fue al centro por voluntad propia. Fue ella la que pidió, entre lágrimas, que no la obligarán a volver a casa. Y es que María, como dice ella, tiene una vida llena de malas experiencias que darían para escribir una novela entera.

Un día de este verano, María estuvo con dos amigas suyas en un centro comercial. Viendo que no tenían dinero, o quizás por pura diversión, decidieron robar algunos de los muchos artículos que les gustaron. Por desgracia, o quizás, por suerte, un policía les pilló y fueron llevadas a una sala cerrada que había en el centro comercial. Las trataron como a basura. Las miraron con superioridad, con la cara de alguien perfecto que mira a un desgraciado que nunca será nada en la vida. Después de sustraerles todo lo que habían robado, les dijeron que las llevarían a comisaría y que llamarían a sus padres para que fueran a recogerlas. Nada más oír eso, María empezó a llorar. Gritando, no paraba de suplicar a los policías que no llamaran a sus padres. Temblaba de miedo.

-¿Por qué te da miedo que llamemos a tus padres?

María fue consciente de que su madre consumía cocaína cuando tenía sólo seis años. De hecho, era el padre de su mejor amiga el camello que cada semana le daba las drogas. Después de que sus padres se separaran y volvieran mil veces, ella se fue a vivir con su abuela, que vivía justo en la cera de enfrente. Pero no se llevaban bien. De hecho, la abuela se hartó de ella, de su mala educación, de su desobediencia, de su desorden. Un día la amenazó con echarla si no recogía su habitación. María, con ese orgullo que la caracteriza, envolvió todas sus cosas en las sábanas y se fue, con el “saco” a cuestas, a la acera de en frente. Con sus padres. En esa época ellos parecían estar bien, así que María vivió, como lo había hecho hasta entonces, a su aire: hacía lo que quería, se saltaba clases cuando quería, se pasaba el día en la calle, sin horarios, sin nadie que le hiciera caso. 

El día en que Rafa, el camello de su madre, murió, las cosas empezaron a cambiar. Su madre dejó la cocaína para viciarse al alcohol y su padre le reconoció que era adicto al caballo. Por aquel entonces tendría unos 12 años. 

Estaba harta de ellos, de todo lo que había tenido que vivir. En el pueblo todos la miraban, en el colegio se reían de ella, haciendo bromas sobre una madre alcohólica y, además, ladrona. Como es habitual, en un pueblo todo se sabe. Pero ella se acostumbró a vivir así. Al fin y al cabo, no había conocido nada más. Aprendió a reaccionar dependiendo de lo que escuchara cuando entraba en el portal. Si oía gritos, iba directamente a su cuarto, deseando no ser vista. Y si no oía nada, entraba y esperaba a ver si estaban durmiendo o si es que simplemente ese día no iban a aparecer por el piso. 

Con su padre se llevaba bien. Podría ser adicto al caballo, o a la marihuana, pero a María la dejaba en paz. No le gritaba, no le molestaba; nunca discutían. Con su madre, en cambio, todo era muy diferente. La empezó viendo como a una cocainómana, luego la consideró una borracha. Al final, se convirtió en el monstruo al que más temía. María se acostumbró a verla borracha, a oírla llorar cuando, ya por la tercera botella de vino, se acercaba a su cama y la despertaba para contarle sus problemas. Se acostumbró a verla así de débil, pero también se acostumbró a recibir golpes cada vez que a su madre se le antojaba pegarla; se acostumbró a sus gritos, a sus insultos, a sus desprecios. Un día, su madre dijo que estaba harta y se fue de casa, con su abuela, en la cera de enfrente.

María se alegró. Con su padre no tenía ningún problema y estaba segura de que sería feliz. Le contó todo lo que había tenido que soportar sin que él, ajeno en su mundo, lo supiera. Le dijo, entre lágrimas, todo lo que su madre había hecho en los periodos de tiempo en que ellos estaban separados, con todos los hombres con los que había estado… El padre, en un ataque de furia, se puso a gritar, golpeando todo lo que encontraba en su camino.

-¡Toc, toc!
El padre de María se tranquilizó al oír los golpes en la puerta. No supo si abrir, viendo todos aquellos objetos rotos por el suelo. ¿Qué pensarían?
- ¡Ábreme, maldito seas, ésta también es mi casa! ¿Qué mentiras te ha contado esa estúpida?
María no sabía donde meterse. Su madre estaba allí, detrás de esa finísima puerta, y si entraba…
- Tengo que abrirle. Por muchas cosas que haga, ésta sigue siendo su casa.

Abrir la puerta fue el inicio de una discusión que a María le pareció eterna. El padre, aun cabreado, le dijo todo lo que María le había contado, exigiendo explicaciones a su mujer. El llanto acudió sin previo aviso, las piernas empezaron a temblar, sin obedecerle; un sudor frío recorrió su cuerpo paralizado. María nunca había sentido tanto miedo. 

- Voy a Barcelona a por material. Necesito estar colocado.
- Tú, voy a acompañar a tu padre a la estación. Cuando vuelva, te quiero ver aquí. Tú y yo tenemos que hablar, bonita.

En cuanto la puerta se cerró tras ellos, María se quedó inmóvil, sin saber que hacer. Se esperó unos cinco minutos, y cuando calculó que sus padres ya estarían a una distancia prudente de allí, cogió las llaves y se fue. Estuvo todo el día con sus amigos, en una casa abandonada donde solían juntarse cada tarde. Y allí permaneció todo el día. A las doce de la noche, cuando su padre llegó de Barcelona, ya más calmado, entró con él en casa. Estando él delante, su madre no le haría nada. Y así fue. Entró en su cuarto directamente y, desde allí, les oyó discutir. Y nada más. 

A partir de ese suceso, y sin saber por qué extraña razón, las cosas se apaciguaron. 
“Cuando mi madre se aburría, me pegaba y ya está.”

Empezó entonces una época en que, si bien no tuvo muchos problemas con ellos, María empezó a mentirles continuamente. Fue durante este verano, cuando ella ya tenía 16 años, que sus padres se dieron cuenta de que tenían una hija a la que educar. Una hija contestona que les mentía y que hacía siempre lo que quería. La pillaron con marihuana, hachís, cocaína,… Pero era tarde para educarla. Llevaba diez años criándose en la calle, sin ningún tipo de control y no estaba dispuesta a aceptar órdenes. Y menos de ellos. Fue ese verano de rebeldía cuando, un día como otro cualquiera, pasó la tarde con sus amigas en un centro comercial, dispuesta a robar todo lo que se le antojase.

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